martes, 10 de diciembre de 2013

Vestir un color

Nunca sentí que formase parte del lugar en el que me había tocado nacer. No me refiero el lugar físico, porque la granja de los señores Andersen era un lugar sin igual. Se encontraba enclavada en un paisaje precioso y alejado del mundanal ruido. Un regalo para todos y cada uno de los sentidos: El color verde que lo inundaba todo, los olores de las flores,  el sonido del arroyo cercano, el tacto del pasto fresco sobre las patas descalzas en la mañana o el sabor del amarillo trigo que los dueños cultivaban en uno de los cercados cercanos.

Pues lo dicho, el lugar en sí no era el problema.

Siempre me sentí diferente a los demás, especialmente al resto de mis hermanos. Mis primeros recuerdos en la granja tienen mucho que ver con las caras de perplejidad de todos al verme, comenzando por mi madre y el resto de mis hermanos. Siempre fui mucho más grande que ellos y mi capacidad de movimiento siempre fue mucho más reducida debido a ese tamaño. Además, mientras que los chicos eran de un precioso y brillante amarillo, el color de mi plumaje era gris y mortecino.  Su pico era de un vivo naranja y el mío totalmente negro.

Mi madre, orgullosa del resto de mis hermanos, cuando tocó salir por primera vez de nuestro nido para nadar en el lago, me colocaba pegada a su cuerpo, intentando que el resto de animales de la granja no pudiesen verme y si se daba cuenta de la mirada extrañada de alguno de ellos al ver mi aspecto diferente y desaliñado, agachaba la cabeza. Sentía tremenda vergüenza por haber tenido un hijo tan feo.

Incluso la señora Cristina, la esposa del dueño de la granja, miró extrañada el primer día en que me vio, aunque ella solo le dio importancia en eso momento. No ocurría igual con el resto de habitantes del lugar.

Podía llegar a entender el rechazo del resto de animales, pero nunca comprendí el rechazo de mis hermanos.  Cada día se levantaban temprano y corrían al arroyo para jugar y nadar sin hacer nada por esperarme y cuando llegaba hasta donde estaban ellos tan solo lo hacía para aguantar sus burlas y sus bromas.  Aun así, el rechazo que más me dolió siempre fue el de mi madre. Es cierto que nunca me faltó un plato de trigo en la mesa, pero tampoco nunca noté en ella el cariño que desprendía cuando estaba con mis hermanos o el orgullo en su mirada cuando correteaban por el corral o nadaban en el arroyo.

Cansado del rechazo de los chicos comencé a volverme un solitario. Pasaba horas y horas jugando solo en la orilla, suficientemente lejos de donde estaban los demás para no aguantar sus burlas y sus miradas de desprecio, pero también lo suficientemente cerca como para no perderme y tener siempre a la vista la granja de los señores Andersen.

En una de mis escapadas matutinas llegué más lejos que nunca, casi al borde del terreno de los Andersen, al lugar en el que su granja lindaba con la de los vecinos, la granja Grimm. Estaba convencido que ningún otro animal de los que conocía había llegado nunca hasta allí. Principalmente porque el dueño no lo habría permitido.

La granja Grimm era también roja, como la de mis dueños, pero mucho mayor.  Por alguna razón me sentía atraído hacia ella, como si ese lugar guardase una parte de mí, como si realmente perteneciese a ese lugar. Tuve esta extraña sensación en un primer momento, porque nada más ver a un grupo de patos, de los que vivían en esta granja, sentí que ese no era mi lugar. Todos ellos eran como mis hermanos, patitos amarillos, de reluciente pelaje y preciosos picos de color anaranjado. Su mamá era como la mía, una orgullosa pata blanca de plumaje limpio y elegante.

Fui a darme la vuelta para volver con mi familia, tremendamente decepcionado y con la sensación de que nunca encontraría un lugar donde ser feliz, un lugar del que sentirme parte. 

Fue en ese momento cuando la vi. Parecía un pato, tenía algunas características similares a las de un pato, pero era mucho más hermosa. 

Su plumaje era blanco, como el de mi mamá, pero de un blanco mucho más brillante. De su cuerpo, mucho más grande que el de otros patos salía un cuello enorme que terminaba en una cabeza pequeña con un pico anaranjado y una elegante mancha negra sobre él. Nadaba sola y despedía majestuosidad. Justo cuando se acercaba giró el elegante cuello, como llamando a alguien. Supuse que llamaba a sus crías, preciosos patitos elegantes como ella, pero de mayor tamaño. No tuve tiempo de ver a esas crías porque en ese momento llegó mi madre, tremendamente enfadada. Me dio un mordisco en la cola y tuve que correr hasta la granja.

El comienzo de esa noche fue especialmente duro. Mi madre prácticamente ni se dirigió a mí. El desprecio en su mirada y la decepción que desprendía dolían mucho más que el mordisco que había recibido esa tarde.

Me fui a dormir temprano. Esa noche soñé. Soñé que nadaba en el arroyo detrás de la preciosa y extraña pata que había visto esa tarde, que se acercaba hasta mí y me acariciaba, que me daba su calor.  Desperté feliz, aunque, como siempre, duró poco, las burlas de mis hermanos me trajeron de nuevo a la realidad de mi vida diaria.

Un día más nos fuimos hasta el arroyo. Antes de hacerlo mi madre pidió a mis hermanos, sin dirigirse a mí, que no me permitieran alejarme de ellos. Por tanto no me quedó otra que quedarme donde siempre, a su vista y en la orilla. Aburrido y fuera de sus juegos. Muy cerca físicamente de ellos, pero muy lejos. 

De esta manera pasaron varios días. Iba a jugar con mis hermanos y me quedaba en la orilla, como siempre, miranda entre las ondas del agua mi grotesca imagen de pato enorme y feo, de color oscuro y apagado.

Una semana después de mi última escapada comencé, casi sin darme cuenta, a  andar hacia el norte, en dirección a la granja de los señores Grimm. Ni que decir tiene que mis hermanos,  atrapados en sus juegos ni siquiera se dieron cuenta de mi ausencia.

Llegue hasta el borde de las dos granjas y estuve allí durante prácticamente todo el día, con la esperanza de ver a esa hermosa pata que me había hecho sentir, por un breve momento cercanía y calor y con la que no había parado de soñar en la última semana.

Cuando parecía que no iba a volver a verla me dispuse a regresar a casa, para evitar una nueva regañina y más miradas de desprecio. En ese momento volvió a aparecer y en ese momento volví a sentir lo que sentí la primera vez. Algo en ella me atraía y me llamaba. Esta vez ella también se fijó en mí. Me miró extrañada y se dirigió hacia hacia el lugar en el que me encontraba, nadando a toda velocidad.

Llegó al lugar en el que me encontraba sin que fuese capaz de salir de mi propio estupor y extrañeza, sin que fuese capaz siquiera de mover una sola pluma. Se colocó a mi lado en el agua y levantó una de sus enormes alas. Justo debajo de esa ala había otros cuatro patitos.

No podía creer lo que estaba viendo.  Los patos que había debajo de su ala eran parecidos a mí, tenían el mismo color gris y apagado que yo. Los sacó de debajo de su ala y comenzaron a nadar. Parecía que los contaba. Uno, dos, tres, cuatro,… me miraba de nuevo a mí. Volvía a contarlos y volvía a mirarme. 

Estaba extrañada, pero su mirada no era la mirada extrañada de la gente de la granja, de mis propios hermanos, era una mezcla de preocupación y asombro, como si no entendiese que era lo que estaba pasando. Des nuevo volvía contar y de nuevo volvía a mirarme. Llegando a hacer esto hasta en cuatro ocasiones. 

Fue en ese momento cuando reaccioné. Salí corriendo en dirección a mi granja mientras comenzaba a caer la noche. A lo lejos eché atrás la mirada y pude ver a la enorme y hermosa pata blanca mirándome extrañada a lo lejos, rodeada de sus crías. Me pareció ver en su ojo derecho una lágrima. ¿Lloraba por mí?

Esa noche no comí y apenas pude dormir. ¿Podría ser que un animal como ese cuidase de forma tan amorosa a esos tres patitos tan feos como yo? No lo entendía. Pero lo que entendía aún menos era esa lágrima, ese brillo en el atardecer corriendo por su cara.

Esa mañana me dirigí al arroyo como todas las mañanas. Mi madre vino ese día con nosotros. La última tarde había llegado después de mis hermanos y aunque mi madre no me había regañado, ese día salió con nosotros, para evitar que me volviese a escapar.

Mi madre me obligó ese día a jugar con mis hermanos y ese día, en el que quizás más necesitaba tener a alguien cerca, fueron especialmente crueles conmigo hasta el punto de hacerme llorar.  Una vez más tuve que alejarme para que no me viesen llorar, llegando hasta la otra orilla.

En ese momento noté que alguien me tocaba por detrás.  Al girarme la vi. La hermosa pata blanca estaba detrás de mí con una amplia sonrisa. Una vez más, al igual que la anterior tarde levantó su ala. Dentro estaban los cuatro patitos grises, esos que tanto se parecían a mí. No la abrió para sacarlos como la última vez. Esta ve pretendía que entrase allí dentro, o al menos eso fue lo que sentí. 

Giré la cabeza y vi a mis hermanos a lo lejos y más allá a mi madre, la hermosa pata blanca que ahora, al lado de esta otra que me llamaba amorosamente con su mirada no lo parecía tanto. Dirigía sus ojos hacia mí extrañada, pero en ningún momento se acercó hasta el lugar donde yo estaba. Ni siquiera lo hizo cuando me dirigía hacia el cálido interior de aquel elegante animal.  Volví a mirar atrás dos veces. Si en algún momento hubiese visto en sus ojos extrañeza, o lo que es más, amor, hubiese dado la vuelta, pero no fue así.

Entré dentro y por primera vez sentí que estaba en el lugar que era el mío, en un lugar al que pertenecía, en un lugar en el que me querían. Aquellos de allí dentro, que no eran mis hermanos me trataron como tal desde el primer momento. Junto a ellos viví feliz hasta que creé mi propia familia.

Desde ese momento nunca volví a la granja Andersen y solo una vez más volví a ver a mis hermanos y a mi madre.  Los vi desde el cielo volando, con mis majestuosas alas de cisne blanco abiertas y rodeado del amor de mis hermanos. De los que no eran mis hermanos y después lo fueron o quizás de esos que siempre fueron mis hermanos aunque nunca lo supe. 


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