martes, 27 de abril de 2010

Sin miedos (Parte IV)


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Que María se encontrara junto a él le daba tranquilidad. Estaba seguro de que nada malo podría pasarle si ella estaba cerca y sabía que si algo malo pasaba ella estaba cerca para ayudarlo. Tenía un hombro en el que llorar si lo que encontraba no le gustaba y eso lo tranquilizaba.
Acercó su mano al macetero y comenzó a remover la tierra. Buscaba pero no encontraba nada. De pronto escuchó una voz, en esta ocasión era la de su madre. Estaba solo, pero escuchaba la voz. La voz de su madre le dijo que buscara en el rincón de la izquierda, arriba. El se dio la vuelta para replicar, pero se dio cuenta de que estaba solo. Quería decirle que ya había buscado en esa zona y que no había nada, que lo dejara buscar solo. A pesar de eso buscó en la esquina superior izquierda, refunfuñando, pero lo hizo. Le costaba asumir los consejos de su madre, pero sabía perfectamente que siempre tenía razón.
Siempre había pensado que su madre era un poco bruja. Cada vez que se encontraba ante una decisión difícil de tomar recurría a ellas porque estaba convencido que tenía la respuesta. Además de eso en más de una ocasión había predicho acontecimientos sorprendentes. Eso le daba miedo. Cada vez que ella decía que algo iba a ocurrir sabía que ocurriría. Esta virtud su madre la había aprendido de su abuela. Madre e hija compartían las mismas dotes adivinatorias. Su última predicción había sido el traslado de la ciudad de trabajo, desde Mérida hasta Sevilla. En cuanto ella comentó esa posibilidad él supo que estaba hecho, que no había vuelta atrás, y así fue.
Su abuela materna había sido una de las personas más importantes de su vida y su muerte uno de los golpes más difíciles de superar en sus 26 años. Si los consejos de su madre siempre eran acertados, los de su abuela además de ser también acertados escondían una enseñanza de vida. No recordaba haberse sentido tan cerca nunca de nadie como de su abuela. Siempre estuvo convencido de que era la persona más parecida a él, la que mejor lo entendía. Todavía hoy sus ojos se llenan de lágrimas al recordarla. Era curioso lo cercano que siempre se sintió a su abuela materna cuando con quien pasó media vida viviendo fue con su abuela paterna. Sus padres salían del pueblo para buscarse la vida y durante la mayor parte del año él vivía con su abuela paterna y su hermana con su abuela materna. Adoraba a su abuela paterna y tenía muy buenos recuerdos junto a ella, de los pocos buenos recuerdos de su infancia, pero siempre se sintió más afín a su abuela materna.
Hundió su mano en la arena, en la esquina superior izquierda del macetero que rezaba ‘Pecadores’ y notó algo. Había algo duro. Agarró el objeto y lo sacó de la tierra. Era una pequeña cápsula transparente con un tapón azul. Limpió la tierra que aún le quedaba y pudo observar que dentro había un pequeño papelito. Tenía que abrirlo. Ahí acabó todo, cuando quiso abrir la cápsula una luz lo cegó. Apartó la mirada hacia la derecha. Cuando volvió a mirar no había nada entre sus manos. Miró al cielo lamentándose y se asustó. A lo lejos podía ver una gran bola de fuego. Sabía que todo era un sueño, pero tenía miedo, mucho miedo. De nuevo estaba solo y comenzó a gritar.
Entonces despertó.
Había despertado asustado y empapado en sudor y una vez que tuvo claro lo que había soñado quedó también claro lo que tenía que hacer. Creía en muy pocas cosas, pero los sueños eran una de ellas. Estaba convenció de que ese sueño tenía un significado y tenía que averiguar cuál era y además hacerlo rápido. Cualquiera le habría dicho que estaba loco por soñar con algo y dirigirte al lugar que aparecía en el sueño para darle un significado, pero él estaba convencido que hacía lo correcto. Tenía claro que no iba a encontrar una cápsula en ese macetero y también tenía claro que no llegaría un meteorito que acabara con la tierra esa mañana, de hecho era una mañana de domingo como otra cualquiera. Sus padres no estaban en casa, habían salido con unos amigos y su hermana había pasado el fin de semana en Sevilla, con lo que no tuvo que dar explicaciones a nadie de hacia dónde iba. Se puso los zapatos y salió de casas dispuesto a encontrar una respuesta.
Así fue como llegó hasta el punto en que se encontraba ahora, cruzando la carretera para encarar el último medio kilómetro cuesta arriba que le separaba de lo que buscaba, de su respuesta.
Ahora su mente sí se había centrado del todo en su objetivo, en buscar una respuesta, en encontrar algo: “Estoy loco. No entiendo que hago corriendo de esta manera para llegar a un sitio sin un porqué. No sé que pretendo encontrar. Ha sido solo un sueño. Debería darme la vuelta. Qué vergüenza si alguien se enterara. Señoras y señores, si ustedes son de los que todavía no consideran que sea rarito, aquí les doy una razón para pensarlo. Estoy loco. No voy a encontrar nada. Qué locura. Bueno, ya estoy aquí tampoco pierdo nada. Además, la ermita es bonita y vengo a verla poco, no pierdo nada. Los sueños siempre tienen un significado y el significado de este lo encontraré ahí, tengo que hacerlo. Hace veinte minutos, cuando comencé a correr lo tenía mucho más claro. Hay una respuesta, ahí hay una respuesta a algo, estoy convencido. Es horrible esta cuesta, madre mía…”
Estaba llegando al final de la cuesta y ya podía ver claramente el santuario, sentía que estaba cerca. Miró a la derecha. Había ovejas. En ese momento recordó a su amiga Rocío y se lamentó de que la relación entre ellos, la amistad, se hubiese enfriado tanto. Desde que ella se casó no habían vuelto a hablar y llevaban años sin verse.
Fue durante el verano de 2003. Después de mucho insistir había conseguido que sus dos amigas, María y Rocío fueran con él para conocer su pueblo. Estuvieron un fin de semana completo en el que todos lo pasaron muy bien. Un gran fin de semana que siempre había recordado por una divertida anécdota. Rocío siempre fue una chica de ciudad y no estaba acostumbrada a algo tan común en un pueblo pequeño, en buena parte agrícola y ganadero, de ver animales cada día en su hábitat natural. La primera de las mañana que pasaron en el pueblo él decidió subir a lo más alto del mismo para enseñar a sus amigas la ermita, el orgullo de todos los locales. En los campos que rodeaban la subida a la ermita, al igual que ahora había ovejas. Rocío, inocente, se paró junto a una de ellas y la señaló. Le había encantado esa oveja. Lo que no había notado es que la ‘preciosa ovejita’ era un macho, algo que una persona un poco ávida habría notado rápidamente teniendo en cuenta que estaba de espaldas. Era claramente un macho.
La ermita estaba cerca, ya incluso podía ver los maceteros, los que aparecieron en su sueño. Casi había llegado el momento de saber si lo que había soñado tenía algún significado o si se había pegado esa carrera en balde.


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