miércoles, 30 de junio de 2010

Sin miedos (Parte V)

No era religioso, pero se sentía orgulloso de tener en su pueblo esa ermita. Quizá no fuera la más bonita del mundo, pero la sentía como algo suyo. El santuario tenía historia, como cualquier otro santuario, pero lo más importante, lo que había quedado en su memoria desde pequeño era la leyenda que había sobre él. Conoció esa historia cuando era un niño, apenas contaba con cinco años. En esa época vivía con su abuela paterna porque sus padres habían tenido que salir del pueblo para buscarse la vida.

Era el monumento más importante del pueblo y se encontraba situado en lo más alto del mismo, mirando con orgullo, elegancia y fuerza a todos sus habitantes. La leyenda cuenta que no siempre fue así. Cuando se tomó la decisión, varios siglos atrás de construir una ermita se pensó en hacerla justo antes de subir la gran cuesta sobre la que ahora se coloca y así comenzó a hacerse. Durante varias semanas, cada mañana comenzaban las obras en esa zona y al caer el sol los obreros paraban para ir a sus casas a dormir. Al volver al tajo la mañana siguiente, todo lo realizado había sido destruido y los materiales aparecían en lo más alto de la cuesta. En un primer momento en el pueblo pensaron que todo era una broma de mal gusto, que alguien no tenía nada mejor que hacer que cambiar de sitio los materiales y destruir lo ya construido. Eso es lo que se pensó en primer lugar, pero ya sabemos de la superstición de los pueblos. Con el paso de los días la gente empezaba a murmurar. Muchos de los habitantes de la localidad comenzaron a tener miedo y en todos los corrillos no se hablada de otra cosa. La lógica había quedado aparcada a un lado y la gente se mostraba convencida de que aquello era algo mágico, una especie de milagro. Era la virgen. La patrona del pueblo, a la que se había decidido dedicar este santuario no quería estar en ese lugar, quería estar en lo más alto del pueblo, para poder observar desde una posición privilegiada a todos sus súbditos. Esta creencia se convirtió en verdad indiscutible y el pueblo se vio obligado a colocar la ermita allí donde la virgen quería, arriba, casi tocando el cielo. Nunca se ah sabido si esto fue así o si simplemente era una persona la que no quería esa ermita en su lugar original y se encargó cada noche de hacer esos cambios. El caso es que la leyenda del milagro de la virgen fue la que quedó grabada en el imaginario colectivo y hoy día hasta los más ateos la dan por buena, nadie se plantea si eso fue realmente lo que ocurrió. Es así y punto.

Había llegado. Como en su sueño se encontraba parado delante de los escalones que daban acceso a la ermita y como en su sueño estaba solo. Lo normal hubiera sido que a esas horas hubiese alguien por la zona, pero no era así. La gente del pueblo, sobre todo la más mayor, tenía y sigue teniendo la costumbre de visitar regularmente a la patrona, que no suele estar sola. El viento era fuerte y a pesar de ser un día de sol notó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Le echó la culpa al viento, pero realmente sabía que eran el miedo y la duda los que habían producido esa sensación. No quiso admitirlo. Miró al cielo y pudo comprobar la majestuosidad de la torre. Seguía siendo majestuosa a pesar del desastre de la reforma realizada unos años atrás y por la cual había perdido su esencia original.

Las dudas asaltaron de nuevo su mente: “¿Qué hago aquí? No me puedo creer que me haya levantado, me haya vestido y haya venido corriendo hasta aquí en busca de algo que no sé que es. ¿Qué pretendo encontrar? Estoy loco. Paso, me voy a casa. Bueno, entro un momento en la ermita y pienso lo que hago…”

Comenzó a subir los escalones y no puedo evitar acercarse al macetero que había aparecido en su sueño. Le lanzó una leve mirada y lo rozó con la yema de los dedos. Siguió subiendo, atravesó el espacio entre los escalones y la puerta de la ermita y entró. Giró la cabeza a la izquierda y a la derecha. Tampoco había nadie dentro del templo, de nuevo estaba solo. Se sentó en uno de los primeros bancos e imbuido de la calma reinante notó una sensación de paz. Sin darse cuenta se puso de rodillas y se descubrió rezando el Ave María: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores…”.

Se sorprendió de estar haciendo lo que hacía. No era religioso y por tanto no entendía por qué rezaba. Se había dejado llevar por el ambiente. Se levantó y dirigió su mirada a la imagen de la virgen, una pequeña talla de marfil con más de 750 años traída de Italia. Hacía mucho tiempo que no la veía. Después giró la cabeza hacia la derecha, hacia una gran talla de un Cristo crucificado. La poderosa fuerza de esa imagen lo arrastró hacia ella como cuando era un niño.

Siempre le había gustado visitar la ermita, desde pequeño. Llegaba, se sentaba, rezaba algo y le pedía a su madre o a su abuela una moneda de 25 pesetas. Al contrario de lo que hubiera hecho cualquier niño de su edad, gastarla en golosinas, se dirigía hacia la imagen de Jesús crucificado y la dejaba caer en el cajetín de las velas. Le encantaba ver como se encendían las cinco bombillitas, se sentía alguien importante cuando realizaba ese gesto. Con los años nunca llegó a entender porqué lo hacía y tampoco nunca volvió a tener aquella sensación, era algo distinto.

Como si de nuevo volviese a tener 6 o 7 años se acercó ilusionado a la talla y buscó en su bolsillo algo de dinero. Solo tenía algunos céntimos sueltos y una moneda de veinte. La acercó a la caja y la dejó caer. Dos bombillas se encendieron. No eran las mismas bombillas que cuando era pequeño, eran unas bombillas mucho más modernas que además estaban cubiertas por una pequeña pantalla de plástico. Volvió a sentir una sensación perdida, un recuerdo de infancia, de nuevo uno de los pocos recuerdos positivos de su infancia. Entonces se llevó la mano a la boca, beso los dedos índice y corazón y la levantó para tocar los pies del Cristo. No entendía lo que acababa de hacer. La última vez que hizo esto su padre había tenido que levantarlo en brazos, porque no alcanzaba a tocar esos pies. Había pasado mucho tiempo desde aquello.

Se dispuso a salir del templo. Cuando llegó a la puerta se dio cuenta que no había hecho aquello para lo que había entrado. Entró en el templo para reflexionar sobre su sueño, para decidir si la carrera hasta allí había servido de algo. Tenía que decidir si buscaba o no en aquel macetero. Se dio la vuelta y volvió a entrar en la ermita. En esta ocasión se fue al fondo y se sentó en los bancos más pequeños situados allí, los que en la celebración de las bodas se colocan en la parte delantera para que se sienten los novios y su séquito.

Era el momento de tomar una decisión: “Bueno, aquí estoy, sentado en un banco del santuario de la Virgen pensando si rebusco o no entre la tierra de un macetero para encontrar Dios sabe qué. Pero bueno ya que he venido hasta aquí lo haré, además no me ve nadie. Tengo que hacerlo cuanto antes. ¿Qué hora es? La una y cuarto. Tengo que darme prisa. A las dos comienza la Formula 1. Si lo voy a hacer tengo que hacerlo ya. Parece que entra alguien…”

Mientras pensaba en que hacer entró alguien por la puerta del templo. Dos mujeres de unos sesenta años cruzaron los bancos de la derecha y recorrieron el pasillo hasta colocarse delante de la Virgen, ante la que se persignaron. Iban vestidas muy elegantes por lo que supuso que supuso que antes de subir hasta el santuario habían estado en misa de doce. Se levantó y aceleró el paso, si iba a hacer algo tendría que hacerlo ahora.

Llegó a la puerta y esta vez sí la cruzó. Hacía un día espléndido y no se había dado cuenta hasta ese momento. El viento había parado y no se veía a nadie subiendo la cuesta. Miró a la derecha y a la izquierda con lo que pudo contemplar el pueblo en toda su plenitud. Era un pueblo bonito. Siempre lo había pensado y aquella imagen se lo dejó más claro que nunca.

Comenzó a caminar, atravesando el espacio entre la puerta de la ermita y los escalones. Bajo el primer escalón y luego el segundo. La maceta estaba a su izquierda. La miró. De nuevo un escalofrío recorrió su cuerpo y miró al cielo: “Un día espléndido, sin duda”. Se acercó al macetero y se detuvo junto a él. Entonces comenzó a oír voces. Era como en su sueño. Giró la cabeza. Las dos mujeres que antes habían entrado en el templo salían agarradas del brazo. No supo qué hacer, la vergüenza recorrió todo su cuerpo. Era absurdo, ya que nadie sabía para qué había ido hasta allí. De forma instintiva echó mano al bolsillo y sacó el móvil, haciendo como que realizaba una llamada. Las mujeres pasaron junto a él y lo saludaron amablemente. Él respondió a ese saludo. Le sorprendió darse cuenta de que sus caras no le sonaban de nada a pesar de tener la certeza completa en su interior de que eran personas del pueblo. Con el móvil todavía en su oreja pero sin pronunciar una sola palabra observó alejarse las figuras de las dos señoras, agarradas del brazo. Ambas se quedaron mirando unos segundos hacia la derecha, el sitio en el que estaba el monumento a los caídos en la Guerra Civil.

‘A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero’

De nuevo un escalofrío recorrió su cuerpo. Era el momento. Miró el reloj, las dos menos veinte. Lo que tuviera que hacer tenía que hacerlo ya.

Acercó su mano al macetero lentamente y comenzó a remover la tierra en la esquina superior izquierda, el mismo sitio que en su sueño. No había nada.

La decepción se hizo presente: “Nada, no hay nada. ¿Qué esperaba encontrar? Una carrera para nada. La mañana perdida. Que desastre. Esto no puedo contárselo a nadie, porque a cualquiera que se lo cuente pensará que estoy loco. ¿Por qué sigo buscando? No hay nada…”

Cuando estaba a punto dejarlo notó algo extraño. Eso no era tierra, ni tampoco una piedra. Era un papel. Sacó el papel de la tierra y lo limpió con cuidado. Estaba húmedo. Seguramente esa mañana habrían regado las plantas del macetero, unas preciosas flores de color naranja parecidas a las margaritas. En ese momento recordó una canción.

“Cuéntale al sol lo que viste ayer una nube negra que se enamoró de una nube blanca que le dijo no, nunca te acerques a mí. Susúrrale a la luna lo que sabes tú, una margarita que intentó besar a una rosa roja que se lo negó, siendo tan bellas las dos. Lloverá y mojará, por más que quiera yo, dejar a un lado la emoción”

Volvió a la realidad y se dio cuenta de que en la mano tenía aquello que había venido a buscar. Sintió miedo. No pudo desdoblar el papel pare leer lo que en él había y se lo metió en el bolsillo. Salió a correr.

Corría sin parar, mucho más rápido que a la ida. Él estaba convencido que corría porque quería llegar a casa para ver el gran premio de Fórmula 1, pero en su interior sabía que no era así. Corría porque tenía miedo y tenía miedo porque realmente no esperaba encontrar nada en ese lugar. Siempre creyó en los sueños, pero lo que le estaba pasando no tenía mucho sentido.

Cuando casi estaba llegando a su casa, frenó en seco y se llevó la mano al bolsillo. Estaba dispuesto a leer lo que había en ese papel y lo cogió con delicadeza. Lo abrió, lo estiró y lo colocó sobre la palma de su mano izquierda. Leyó detenidamente las siete palabras escritas con un bolígrafo de color negro y con muy mala letra sobre el trozo de papel. Esbozó una sonrisa, miró al cielo y de sus ojos brotó una lágrima que brilló como diamante, reflejando el espléndido día de sol y su estado de ánimo en ese momento.

FIN



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