jueves, 29 de mayo de 2014

Señales del destino

El despertador sonaba por tercera vez. Era momento de levantarse. Colocaba siempre tres alarmas cada noche: una a las 07:35, otra a las 07:40 y la última a las 07:45, que era a la hora que pretendía levantarse. Siempre había disfrutado de esos cinco minutos más en la cama antes de despertarse por lo que colocaba estas alarmas con la intención de disfrutar diariamente de este placer por partida doble.

Se frotó los ojos y se sentó sobre la cama mientras comprobaba en el teléfono que sus amigos habían estado la noche antes enviando Whatsapps hasta las dos de la mañana en el grupo que tienen en común. 125 mensajes. Pasaba de leerlos. Tenía que coger el urbano a las 08:20 y antes debía desayunar y ducharse.

Al levantarse se dio cuenta de que de nuevo se estaba soltando el póster colgado en la pared de enfrente, junto a la ventana. Compró ese poster en El Corte Inglés, no podía ser más típico, Charlot y un niño sentados en un umbral, con cara de enfadados, mirando cada uno en una dirección. Era consciente de que mucha gente tenía ese póster en su casa, pero cuando lo vio no pudo evitar comprarlo. No lo compró por la imagen en sí, sino porque le recordaba a la Rosa León de Joaquín Reyes.

Se acercó al poster y lo pegó a la pared, consciente de que esa tarde, después de llegar de trabajar iba a tener que pegarlo bien de nuevo, porque llevaba demasiados días apretándolo por la mañana consciente de que se iba a volver a soltar. Ese es el problema de un casero que no te permite poner chinchetas en la pared por contrato.

Se dio la vuelta y abrió el armario, que estaba en la pared de enfrente. Era un armario empotrado, con madera de calidad en las puertas y era además el armario más amplio que había tenido hasta el momento, y había estado en un montón de pisos de alquiler, había visto muchos armarios. Eligió una camisa de cuadros blancos y negros, un calzoncillo tipo slip de color morados, unos calcetines negros y unos vaqueros claros, algo raídos por el uso, pero a pesar de todo sus favoritos.

Salió de la habitación y se dirigió al cuarto de baño. Era la puerta que estaba justo a la izquierda. La de enfrente era la habitación de su compañera de piso, con cama de matrimonio. La puerta estaba abierta. Ya se había ido a trabajar. Laura entraba temprano en su curro, a eso de las seis de la mañana. A pesar de cuanto se quejaba Laura de su hora de entrada, él siempre pensó que era el mejor horario posible. De seis de la mañana a dos de la tarde, tenía tofo el día para ella. El suyo sí que era un horario jodido. Entraba a trabajar a las nueve, hasta las dos y luego dos horas de descanso y tres más, hasta las siete. Eso el día que no tocaba dar horas extra, por supuesto por la cara. En cinco años en esa empresa no había visto un duro en ese sentido, a pesar de que en algunas ocasiones llegó a dar hasta 14 horas consecutivas, sin tiempo ni siquiera para un almuerzo decente.

Una de las cosas que más les gustó de ese piso, tanto a él como a su compañera de piso fue el cuarto de baño. Era pequeñito, pero muy moderno, con una ducha amplia, que ocupaba casi la mitad del espacio. La pared de la ducha era de cristal, de varios colores, traslúcida. Dentro una ducha de esas que están pegadas al techo y que dejan caer una gran cantidad de agua. Sabía que tenían un nombre, pero nunca se esforzó en buscarlo.

Se dio una agua rápido, apenas cinco minutos, lo justo para quedar limpio y despejarse. Se vistió sin salir del cuarto de baño y abrió la puerta para dejar escapar el vapor. Se duchaba con agua muy caliente fuera cual fuera la época del año.

Cuando llegó al salón encendió la lámpara y después la radio. Ambas cosas se habían convertido en algo casi automático, rutina en estado puro. Se acercó al ventanal  y lo abrió, dejando entrar una enorme cantidad de luz. Apagó la lámpara. Se notaba que era junio. El sol estaba ya en el cielo, poderoso. Iluminó el salón en su totalidad. Le encantaba también aquel salón, tan Ikea, no sólo fue el baño lo que le enamoró de aquel piso.

Se acercó a la cocina y puso café en la cafetera. Era una cafetera de las de toda la vida. Nunca le había gustado el café de las más modernas, las de filtro, o esas más modernas incluso, en las que metes una capsulita. Consideraba que eso no era café de verdad. El dueño del piso, cuando se lo enseñó a él y a Laura casi se disculpa por tener una tan antigua y él casi le da un beso por esa misma razón. Le encantaba el café de esa forma, aunque fuese mucho más lenta. Mientras se hacía encendió la tostadora y colocó a cada lado una rebanada de pan de pueblo. Sacó de la nevera la mantequilla y un cuchillo del cajón de los cubiertos. Lo llevó todo a la mesita del salón. En la radio sonaba una de sus canciones favoritas.

Me disfrazo de ti. 
Te disfrazas de mí. 
Y jugamos a ser humanos 
en esta habitación gris. 

Muerdo el agua por ti. 
Te deslizas por mí. 
Y jugamos a ser dos gatos 
que no se quieren dormir.

La canción de Zahara le gustaba por muchas razones, pero especialmente porque le trasladaba a los comienzos de una relación amorosa ya terminada. Había acabado, pero de ella solo guardaba recuerdos bonitos. Siempre fue de los que pensaban que hay que ser positivos y tomar solo lo bueno que queda cuando una relación acaba, sea del tipo que fuera. Sonrió y se dirigió a la cocina. Se sentía bien, la canción le había levantado el ánimo. Tenía la sensación de que iba a ser un buen día.

Cuando llegó a la cocina dio la vuelta a las tostadas y levantó un poco la tapa de la cafetera. El café estaría listo en apenas unos segundos. Apagó el fuego y sirvió un poco en una taza. Dejó el resto en la cafetera. Lo tomaría esta tarde, después de llegar de trabajar, no le gustaba guardar el café de un día para otro.

Retiró las tostadas y desenchufó el tostador. Las puso sobre un plato. Se quemó el dedo pulgar de la mano derecha al apartar el tostador antes de irse. El olor del café y del pan tostado, el olor a desayuno, era uno de sus olores favoritos. Había estado presente en su vida desde que recordaba. El desayuno siempre fue un importante ritual en su casa. Todos desayunaban juntos antes de que él y su hermana fueran al colegio y sus padres y abuelos al trabajo. Cuando calentaba las tostadas y el café sentía a su alrededor la presencia de todas esas personas, algunas ahora tan lejanas o incluso desaparecidas. Recordaba con especial cariño a su abuela materna, una persona dulce y cariñosa, pero con un fuerte carácter. No dudaba en sacarse la zapatilla y darle en el culo cuando hacía algo mal, pero tampoco dudaba en llenarlo de besos en cualquier momento y sin previo aviso ni razón. Esos recuerdos iban y venían en su mente mientras seguía sonando la radio. Esta canción le gustaba menos y apenas la escuchaba, a pesar de tener cerca el transistor. Sonaba lejos.

Sabrás, amor, 
que te he querido más que a nadie 
pero el tiempo, de tus besos 
lo guardé para no lastimarme, 
corazón, lo sé 
se marchitaron tus caricias 
no preguntes 
ya no importa 
se terminaron vida mía 
y sabrás...

Se terminó el desayuno pensando que todo hacía indicar que sería un día importante en su vida. Dejó los platos en el fregadero. Los fregaría su compañera de piso cuando volviese del trabajo, a cambio, él se encargaría de la lavadora y la plancha.  Habían llegado a ese acuerdo cuando llegaron al piso y siempre les había ido muy bien. Odiaba fregar los platos y le encantaba planchar, justo al contrario que Laura. La plancha también le trasladaba a su infancia, al olor de suavizante de vainilla que usaba su madre, al montón de ropa sobre un sillón rojo de grandes orejas, al vapor inundando el aire y a la telenovela venezolana de La 1.
Volvió a su habitación para recoger la mochila y se dio cuenta de que había vuelto a despegarse el poster. Decidió que no pasaba de esta tarde, que lo tenía que arreglar y salió rápidamente. Faltaban apenas cuatro minutos para que pasase el autobús y a esas horas aún era puntual.

La parada de la línea 13 estaba en las traseras de su edificio, apenas un minuto andando. Cuando llegó a la entrada del bloque se dio cuenta de que se había dejado las gafas sobre la mesilla de noche. Si subía perdería el bus, pero no podía pasar todo el día sin ellas delante de ordenador.

Subió las escaleras, ya que no había ascensor y sacó las llaves del bolsillo. Abrió la puerta. No solo se había olvidado las gafas, también había dejado la radio encendida. La apago y recogió las gafas del lugar en el que estaban. Ya iba sin prisas, el bus se  había ido y el siguiente tardaría un cuarto de hora en llegar.

Mientras bajaba las escaleras cogió el teléfono para llamar a la oficina y decir que llegaría unos minutos tardes. Algunos de sus amigos estaban despiertos y a esa hora tenía otros quince mensajes en el Whatsapp. Tampoco los miró. Buscó el número de su compañera de trabajo y la llamó directamente a ella, siempre era mejor dar explicaciones a una amiga que a un jefe, aunque su jefe fuera un tío agradable y lo entendería.

Solucionado esto se dirigió tranquilamente a la parada del bus y se sentó. Sólo había allí otra chica esperando. No era la primera vez que la veía, la había visto más veces, dentro del autobús. La recordaba porque le había llamado la atención, le parecía atractiva. En más de una ocasión se había visto tentado de hablarle, pero nunca encontró el momento.
La chica lo miró y sonrió. En ese momento pensó en la canción de Zahara, en el olor del café y en la imagen de su madre planchando mientras él, con apenas cinco añitos, sentado en el suelo jugaba con la granja de Playmobil. Era evidente. Había una razón para que hubiese perdido hoy el autobús y la había para que a ella le hubiese pasado lo mismo. Tenía que hablarle, pero empezó ella.

-       - ¿Tú también has perdido el bus?
-       - Eso parece – Respondió sonriendo.
-       - Estaba segura. Te suelo ver cada mañana.
-       - Yo también a ti. ¿Qué te paso? – Ahora ya la sonrisa era radiante, ella lo recordaba.
-       - La gafas, las olvidé sobre la mesilla
-       - No te lo vas a creer, a mí me ha pasado lo mismo…

La conversación siguió adelante hasta que llegó el autobús y continuó incluso una vez montados dentro. Ella bajaba solo una parada después de él. Quería pedirle su teléfono, pero le daba vergüenza. Ya se estaba creando en su cabeza una excusa, diciendo que no tenía por qué ser ese día, que se verían cada mañana. Una vez más ella dio el paso.

-       - La siguiente es tu parada, vamos a tener que dejar esta conversación a medias. No sé a qué hora sales de trabajar, pero si quieres podemos terminarla tomando un café.

No lo podía creer. Reaccionó rápido. Sacó su móvil del bolsillo y casi se le cae de las manos por el nerviosismo. Ella echó a reír mientras sacaba de su bolso, un Armani de imitación blanco, el suyo. Se llamaba Gloria. Se dio cuenta de que no sabía su nombre hasta que fue a anotarlo en la agenda. Se despidieron con dos besos y quedaron en mandarse un mensaje esa misma tarde para quedar y tomar un café.

Iba a ser un día eterno, pensando todo el tiempo en qué pasaría cuando la viera y si eso sería el principio de algo, aunque sólo fuese una buena amistad. Mientras pensaba eso, se daba cuenta de que no era sólo una amistad lo que buscaba, quería algo más. Además creía que a ella le pasaba lo mismo. Nunca había sido muy listo para esas cosas, pero esta vez lo veía bastante claro.
***

Hoy han pasado casi nueve meses de aquel encuentro marcado por las señales y las casualidades. Gloria es su pareja y la cosa está mejor que nunca. Planean irse a vivir juntos aprovechando que Laura ha vuelto a su ciudad, Córdoba, porque ha encontrado un mejor trabajo. Todo ha cambiado aunque todo siga siendo igual. Sigue levantándose cada día a la misma hora, dándose una ducha rápida y emocionándose con el olor del café y de las tostadas recién hechas. Pero ahora, cuando vuelve a casa tiene algo más, alguien con quien compartir todos estos recuerdos y sensaciones.

Aquella mañana soleada de Julio le quedó claro algo, hay que confiar en el destino, y en las señales que te manda y estar alerta, porque cualquiera de esas señales puede ser la que te cambie la vida. 

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